lunes, 4 de junio de 2012

Viridis. Capítulo 3. Algo huele mal.


Cuando el ascensor la dejó en la planta principal del centro comercial el ruido de las celebraciones era estremecedor, chillidos y gritos de euforia llegaban de cualquier rincón. Pero no era eso lo que ella había oído desde abajo. Apoyados a la pared y de espaldas al resto en la zona de contenedores, habían unos cuantos aficionados echando la pota, el repugnante sonido de su regurgitación le revolvió las tripas, no miró pero a su cabeza llegaron imágenes de bocas abiertas hasta la fisura chorreando un hilillo de bilis y tropezones entre tosidos. Se habría largado de allí cuanto antes de no haberse interpuesto en su camino una figura delgada y oscura, como un cuervo. Era su jefe.



-¿Se puede saber por qué te has ido al almacén con la que hay montada ahí afuera? La prioridad ahora es despejar la terraza, ¿es que no te entra en la cabeza que cada cosa tiene su momento?



Sofi no respondió gran cosa, se limitó a contarle que sus compañeros le habían pedido adelantar parte del trabajo final para poder acabar antes. Pero sabía que todo intento de razonar o discutir con él acabaría por empeorarlo todo, por muchos motivos a favor con los que contase, a veces era mejor darle la razón pese a que no la tuviera. Con este tipo de gerentes lo mejor era ir cediendo poco a poco hasta que acabasen por cometer un error tan gordo que a los mandamases no les quedara otra que relevarlos de su cargo. Y tenía suficiente experiencia analizando y catalogando a sus jefes, sabía qué podía esperar de cada uno y hasta donde llegaba su compromiso con los mandamases, con el negocio y con sus subordinados. Este era de los difíciles de tratar, competente pero corrupto, además, siempre tenía salidas para todo y parecía disfrutar manteniendo una disciplina casi sádica con el resto de trabajadores. Así que Sofi tragó saliba y se dispuso a aguantar el chaparrón, “qué mierda que a este maricón no le guste el fútbol, ya podía estar dando saltos de alegría como el resto de personas normales”, dijo para sí.



-¿Y desde cuándo los trabajadores de este restaurante deciden y cambian los procedimientos de clausura sin consultar con su gerente?- la miró desdeñoso, probablemente desconfiaba de ella desde aquella vez que Sofi lo descubrió tomando coca con sus amigos en el aparcamiento de una discoteca. Si ella se iba de la lengua, sería la comidilla del lugar durante un buen tiempo, y esas historias de consumo de drogas vendrían aderezadas por otras más sórdidas, fruto de la más perversa imaginación de las cocineras, para mayor goce del personal. Lo tenía claro, no permitiría que se destapase el pastel y los mandamases empezaran a desconfiar de él, tenía demasiado que ocultar sobre su nada clara gestión de los recursos del local... Y si Sofi tenía que ir a la puta calle para salvar su pellejo, a él no le temblaría la voz para acusarla de lo que hiciese falta.



Lo peor de todo era que Sofi lo sabía, pero necesitaba los cuartos, y además se sentía cómoda en aquel lugar. Así que fingió que no estaba molesta y pisoteando su amor propio admitió que tenían que habérselo consultado a él antes, que dado el estrés de día se le había pasado por alto, que fue por una buena causa y que tuviera en cuenta lo mucho que han trabajado aquella noche, también dijo que no volvería a ocurrir.



Acto seguido guardó lo que había traído del almacén y se fue a ayudar a sus compañeros, bajando de las mesas a las clientes borrachas que bailaban sobre ellas, a despegar a sobones pesadicos de sus compañeras más macizorras y a colaborar en poner un poco de orden en el lugar. Qué asco tener que currar cuando prácticamente todo el mundo alrededor de ti está en plena juerga, eso era lo que más detestaba de todo, incluso por encima de tener que soportar a su jefe.



El jaleo era tal, que nadie oyó aquel grito de mujer, un chillido estridente, de terror, de alguien que ha caído presa del pánico y está viendo la muerte con sus propios ojos...

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